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martes, 22 de noviembre de 2011

EN LAS ENTRAÑAS DEL TÁRTARO


Existe un infierno dentro del infierno, cuyo nombre intentan evitar hasta los propios habitantes del averno: Tártaro. Este maldito lugar está poblado por los más infelices de los infelices, pues están condenados a pasar la eternidad bajo la penitencia más inhumana que un ser haya podido urdir; son los llamados réprobos, de entre los cuales quisiera destacar a tres de ellos. Antes, no obstante, he de advertir que estas historias provienen del imaginario grecolatino, donde el mundo del más allá se mezcla con el mundo del más acá.

Comencemos, pues, con Ixión. Éste, que era hijo de un rey, se encaprichó de una tal Clía, con la cual quiso desposarse ante la oposición del padre de ésta. Para conseguir doblegar a su futuro suegro, Ixión acudió, como suele suceder, al soborno, prometiéndole riquezas incalculables; ante tal perspectiva, obviamente el padre aceptó el trato. Pero Ixión, después del bodorrio, se negó a regalar nada a nadie y su suegro, como venganza, no se le ocurrió otra cosa que robarle un caballo; eso sí, el mejor caballo que tenía Ixión. Como venganza por el robo del equino, Ixión le tendió una trampa: fingió no darle importancia al asunto y para zanjar sus diferencias le invitó a cenar; pero, cuando su suegro acudía al festín, cayó en un hoyo lleno de fuego. Por supuesto, del pobre hombre no quedaron ni sus cenizas. A pesar de su condición de príncipe, Ixión tuvo que huir del reino ante las represalias (al fin y al cabo, su suegro era un eminente ricachón con influencia en el gobierno). Ixión, tras alguna que otra peripecia, se vio obligado a pedir ayuda al propio Zeus (el mandamás de los dioses), quien tuvo a bien darle una segunda oportunidad, quién sabe por qué, trasladándolo al cielo e invitándolo a comer con ellos. Pero a Ixión, que no debía de ser una lumbrera, no se le ocurrió otra cosa que intentar seducir a Hera (hermana y esposa de Zeus), la cual se lo tomó peor de lo que el príncipe pensaba y se fue con el cuento a Zeus y éste, finalmente y sin más, le arrojó al Tártaro; luego, conminó a Hermes, un dios de su confianza además de hijo, que le atase a una rueda que no cesara de rodar.
El segundo de los réprobos, a los que voy a mencionar, se llama Sísifo, tal vez el más afamado de todos ellos. Sísifo fue rey de Corinto y si se distinguió por algo fue por sus correrías, por sus robos más o menos encubiertos o descubiertos, por sus arterías y bribonadas; en fin, un dechado de virtudes. Pero la aventura que le condenó fue la última. Estaba casado con Anticlea (que, una vez viuda, se casaría con Laertes y juntos tendrían un hijo llamado Ulises, conocido por todos). Pues bien, cuando a Sísifo le llegó la hora de morir, pidió a su esposa que no lo enterrara y, llegado el momento, la esposa cumplió el deseo de su marido. De este modo, el alma de Sísifo llegó ante la presencia de Hades (el dios que mandaba en el Más Allá) y se quejó ante él de que su mujer no quería enterrar el cuerpo, así que le pidió permiso para volver al mundo de los vivos para castigarla y, una vez hecho esto, regresar al mundo de los muertos. Hades aceptó. Sísifo retornó a la vida, pero ni castigó a su mujer ni regresó con las almas en pena. Así pues, en vista de lo visto, Hades llamó a Hermes (que servía para todo) y le pidió que trajera de vuelta a Sísifo, lo cual realizó en un santiamén; luego Hades le condenó al Tártaro con un castigo ejemplar: tenía que poner sobre sus hombros una enorme roca, la cual tenía que llevar a la cima de un monte, pero cada vez que estaba a punto de culminar la escalada, la roca se le caía y Sísifo tenía que volver a empezar la tarea eternamente.
El tercero de los réprobos aquí mencionados es Tántalo, mi favorito. Tántalo nació con estrella; esto es, todo le salía de cara y, si algo se torcía, allí estaban los dioses para enderezarlo, porque Tántalo era el único ser humano que tenía su confianza y amistad, de lo cual Tántalo presumía ante todo el mundo, claro está. Fue rey de Lidia y padre, entre otros hijos, de Níobe (cuya historia mueve a compasión). A pesar de todo lo bien que le trataba la vida, Tántalo era un déspota, un malvado en todos los sentidos (lo cual no explica el comportamiento amical de los dioses). Su maldad le llevó a maquinar una trampa a los dioses. Como era común que él fuera al Olimpo (morada divina) a comer con ellos o que ellos comieran en el palacio del rey lidio, en cierta ocasión Tántalo los invitó a una cena que prometió sería muy especial. En efecto, llegado el momento, este rey perverso quiso conocer hasta qué grado la omnisciencia de los dioses era verdad, así que mató a su propio hijo recién nacido (Pélope), lo descuartizó y lo sirvió a la mesa como un manjar exquisito. Por supuesto, todos los dioses conocieron el origen de la carne y nadie comió, a excepción Cibeles, que estaba distraída y dio un bocado a la carne. Zeus se enfureció y arrojó a Tántato al Tártaro (después le devolvieron la vida al bebé, excepto el trozo que se había zampado Cibeles, que era un hombro, poniendo un trozo de marfil en su lugar). Tántalo fue condenado a estar atado bajo un árbol, cuyos frutos se inclinaban hacia él, pero cuya boca nunca los alcanzaba, al igual que el agua de un río le llegaba a la barbilla y volvía a bajar para que el condenado no pudiese beber.
Otros condenados famosos del Tártaro son Titio (cuyo pecho era roído por un buitre) y las hermanas Danaides (que intentaban llenar de agua un tonel sin fondo).
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