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martes, 3 de octubre de 2017

La explicación de los colores

Olvidémonos de todo lo que creíamos saber sobre los colores. ¿Por qué no vemos en la oscuridad? Porque no hay luz. ¿Y qué tiene que ver la luz con lo que nos rodea? La luz tropieza con la materia y rebota; de esa forma llega a nuestros ojos. A decir verdad, lo que nuestros ojos ven es el reflejo de la luz sobre los objetos. Ahora bien, ¿qué es la luz? Digamos que la luz está formada por una cantidad ingente de partículas muy diminutas, como si fueran nano-partículas, que se arriman entre sí hasta quedar bien compactadas, de modo que todas juntas forman una masa blanca. Claro que no todas las partículas tienen el mismo tamaño; desde las muy grandes van a las muy pequeñas, y cada cual busca las que tienen el mismo tamaño y se unen formando una especie de paquetitos, de modo estos paquetitos se quedan muy pegaditos entre sí. Pero, cuando la luz se mueve, tropieza con las cosas que encuentra en su camino; ¿qué ocurre entonces? Hay que tener en cuenta que todas las cosas tienen unos poros, una especie de agujeritos que en un objeto son grandes, en otro son pequeños, en otro son medianos, en otro son de varios tamaños, etc.
Pongamos que un haz de luz blanca, con sus paquetitos de varios tamaños, choca contra la hoja de un árbol. Los paquetes más pequeños se cuelan por los agujeritos de la hoja y desaparecen dentro, como si la hoja se los comiera; pero, los paquetitos de la luz que son demasiado grandes para ser engullidos por los agujeros, rebotan en la superficie y salen despedidos al exterior. Estos paquetes son los que nuestros ojos ven, pues los otros han desaparecido en la panza de la hoja. Según las combinaciones de tamaño de los paquetitos rebotadas, la luz deja de ser blanca y adquiere diferentes tonalidades; así, los paquetitos que rebotaron en la hoja del árbol forman el color verde, por el cual motivo, podríamos decir que en realidad la hoja no es verde, sino que posee todos los colores (los que ha engullido) menos el verde. Pongamos que el objeto contra el que choca el haz de luz tiene los agujeritos demasiado pequeños o, incluso, supongamos que no los tiene; en este caso, todo el haz de luz rebotaría sobre ese objeto y el color blanco permanecería inalterado (como ocurre cuando se refleja en la nieve).  Por el contrario, si el objeto tiene los agujeros demasiado grandes, entonces se tragaría por ellos a todos los paquetitos y no quedaría ninguno que rebotase, de modo que no podríamos ver nada, así que todo quedaría a oscuras, en negro.
Ahora vamos a realizar otro experimento. Vamos a coger una barrita hecha de cera (como la que se usa para pintar). Esta barrita absorbe por sus agujeritos todos los paquetitos, a excepción de unos pocos, que, combinados entre sí, dan un color amarillento. A continuación cogemos otra barrita, esta vez el color que no absorbe es el rojo. Lo que haremos ahora será desmenuzar parte de las dos barritas, de modo que entremezclamos polvos amarillos con polvos rojos. Como los polvos amarillos tienen unos agujeritos de cierto tamaño, y los polvos rojos tienen agujeritos de un tamaño distinto, al unirlos obtendremos una pasta con dos tamaños diferentes. En este caso, cuando el haz de luz incide en esta nueva pasta, los paquetitos que se cuelan por los agujeros son de tamaño distinto al de las barritas por separado, de modo que ahora rebotan otros tamaños que, unidos entre sí, forman un color verde. Teniendo esto en cuenta, si mezclamos todas las barritas de todos los colores, como cada barrita tiene un tamaño distinto de agujeritos, si sumamos todos los tamaños posibles, la pasta resultante se tragará toda la luz, por lo que no rebotará ningún paquetito, así que no veremos nada (todo oscuro, el negro).

En resumen. en el ejemplo anterior podríamos decir que si no vemos colores, sólo el negro, será que no hay colores; ahora bien, también podríamos decir que la pasta absorbió todos los colores y por eso se ve el negro. Todo depende desde el punto de vista con el que lo mires.

domingo, 2 de julio de 2017

Día de clase... día de buylling

Hola, mamá. Si te escribo estas letras no es para culparte de lo que ocurrió, sino para decirte que nada tengo que reprocharte. Lo que hiciste, lo hiciste porque era lo que creías que debías hacer, nada más. Sé que me has querido siempre, lo dejaste bien claro cada vez que me repetías aquello de que me habías llevado dentro nueve meses y que me habías parido y que por eso era como si te perteneciera. Al principio, cuando te lo oí la primera vez, pensé que te pertenecía como un vestido o una mesa o un reloj; pero, con el tiempo comprendí que te pertenecía no como una posesión, sino como parte de ti, como otro “yo” que se había desgajado de tu propio ser. Por eso sé que me has querido siempre y nunca dejarás de hacerlo, y por eso mismo comprendo lo que hiciste aquel día, cuando yo me negaba a ir al instituto ¿te acuerdas?

Yo pataleaba en casa y gritaba desesperado que no volver, que prefería quedarme en casa o ir con papá al trabajo. En cambio tú insistías en que nada de provecho iba a sacar en casa, que mi deber era aprender, ése era mi trabajo, no con papá. Al principio estabas muy calmada, sin dar mayor importancia a mi rabieta. Fue más tarde, cuando se acercaba la hora, que perdiste la paciencia y me agarraste del brazo y me sacaste a la calle a empujones. Yo te suplicaba que no me obligases con la voz rota no sé si de tanto implorar o de impotencia. Me llevabas por la acera y de vez en cuando se cruzaba con nosotros algún transeúnte que nos miraba con cara de lelo, de eso sí me di cuenta, aunque para mí sólo eran caras, no me fijaba en ellas ni quién las llevaba.

Al llegar cerca del paso a nivel comenzaron a caer algunas gotas de lluvia y apenas cruzamos las vías las gotas se convirtieron en llovizna y la llovizna se secó un poco más allá. No me preguntes por qué me acuerdo de eso, ni yo mismo acierto con el motivo, tal vez porque noté la camisa húmeda o quizás porque fue a esa altura del camino cuando comencé a llorar. Notaba las lágrimas deslizarse por las mejillas hasta el mentón y desde ahí las intuía caer, no me diga cómo lo advertí, sólo lo notaba. A pesar de todo ello seguía impasible arrastrándome hacia el instituto.

Cerca de la entrada había un perro enorme, siempre el mismo perro que me ladraba todos los días cada vez que pasaba a su lado. Oía los gruñidos desde mucho antes de llegar, como si él presintiera mi presencia; supongo que sería el olfato o el oído. Siempre se agazapaba detrás de la valla y saltaba de repente hacia mí; la cadena a la que estaba atado le retenía, si bien a mí me sobresaltaba, incluso a sabiendas de lo que iba a ocurrir. Esa mañana no. Esa mañana estaba junto a la valla de pie junto a su dueño. Recuerdo los ojos abiertos con que me observaba, sin gruñir, sin un ladrido. Dirigía su mirada hacia mí y luego se volvía hacia su amo y de nuevo a mí, como un péndulo; parecía como si se preguntara por qué un humano me llevaba de aquellas trazas, zarandeándome sin atender a los llantos. ¿Comprendería lo que estaba pasando delante suyo? El caso es que le dirigí una mirada de queja a él, al perro, como a un confidente a quien se le pide ayuda.

Junto a la puerta de entrada mi desesperación alcanzaba límites audaces. Dejé caer todo mi peso para impedir que me siguieras remolcando y en aquella acción me caí al suelo de espaldas. Nada pudiste hacer para evitarlo; mi peso pudo con la fuerza de tu mano y el brazo por el que me sujetabas se deshizo de ella. Entonces vi la furia en tus ojos. Me asusté aún más de lo que estaba, pensé que me ibas a moler a palos. No podía dejar de observar cómo apretabas los labios al tiempo que abrías los ojos como para tragarte el mundo entero. Me agarraste con fuerza y de un solo empujó me levantaste ¿recuerdas cómo me llevaste hasta la puerta misma del aula, qué improperios dejaste escapar? La clase ya había comenzado e hice un último intento implorándote que me dejaras regresar contigo, que no me obligaras a entrar. Todo inútil. Tú mismo abriste la puerta y con un empellón cerraste la puerta tras de mí

No te puedes dar una idea cómo toda la clase estalló en risas, carcajadas y comentarios burlescos. Ni el propio profesor podía hacerlos callar. No sabría decirte qué aspecto tenía en aquel momento, pero debía de causar mucha gracia o mucha pena. Me imagino con los ojos hinchados, las mejillas con los surcos secos de las lágrimas, el pelo alborotado, la ropa descolocada, todo el cuerpo encogido y, sobre todo, la mirada perdida en el miedo y la vergüenza. ¡Tierra trágame! Pero trágame de verdad, literalmente. Me quedé allí plantado hasta que por fin el profesor pudo conseguir que reinara el silencio. Entonces avancé por entre los pupitres hasta llegar al mío; durante esos poco metros podía escuchar los diatribas de mis compañeros, los insultos, las vejas.

El resto de la mañana lo pasé ensimismado, sin atender en clase. Entre asignatura y asignatura, mientras se iba un maestro y llegaba el siguiente, me arrebujaba en la silla para intentar pasar desapercibido. Sentía la mirada burlona de todos. Veía cómo me señalaban y la sonrisa en sus rostro. Lo peor llegó a la hora del recreo. Todos salieron al patio, todo menos yo. Me quedé sentado allí, en el aula. Por primera vez en toda la mañana percibí que me invadía la paz. Mientras no saliera al patio nadie se reiría de mí, nadie me apuntaría con su índice. Pero quiso el destino que un profesor pasara por el pasillo y me viera dentro. No me lo pidió, me ordenó que saliera a divertirme. Yo le respondía que prefería permanecer estudiando, pero de balde. Al final tuve que poner los pies en el patio.
Busqué una esquina y me arrimé a la pared. ¡Ojalá me fundiera con ella! Imposible. Vigilaba desde mi atalaya a los demás, hasta que descubrí a aquel alumno fortachón y a sus amigotes. Ellos iban un curso por delante y llevaban machacándome desde septiembre, como cuando me encerraron en el cuarto de baño durante toda una mañana; el director acabó llamándote ¿te acuerdas? para decirte que me había ausentado sin permiso; tú me castigaste sin televisión una semana entera. Sin embargo, no eran esas “travesuras”, como papá las llamó una vez, lo que más me molestaba, sino aquellos días en que no paraban de insultarme, me arrojarme vilipendios al oído de forma constante. A veces hubiera deseado ser sordo para no seguir escuchando aquellos desprecios. Y luego estaban las humillaciones, como cuando en clase de gimnasia me hicieron presentarme en el vestuario de las chicas en calzoncillos; el director volvió a llamarte y volviste a castigarme ¿recuerdas?


En fin, que aquellos gorilas me estaban observando, y nada bueno de ello podía salir. Se me encogió el corazón al tiempo que se aceleraba como un tren sin control a punto de descarrilar. Se me espigó la piel, fría se quedó, como si una brisa helada hubiera atravesado mi cuerpo. Perdí la noción de dónde estaba. Desconozco si caía o flotaba en el aire. Un sudor más que húmedo comenzó a surgir por todo el cuerpo. Entonces los vi aproximándose hacia mí, como otras muchas veces lo habían hecho. Los músculos se me aflojaron y noté que me orinaba; podía sentir el arroyo caliente extenderse por la pierna abajo. Comenzaron a reírse con carcajadas tales que habría jurado no podían existir más hirientes. En segundos me parecieron cientos, miles de alumnos a mi alrededor señalando la mancha en el pantalón y riéndose de forma estruendosa. Ahora sé que apenas habrían sido cinco o seis, pero en aquel momento mi mente no regía y los tuve por multitud. No me quedaba llanto ni consuelo, así que eché a correr desaforado como alma que lleva el diablo. No vi puerta, profesores o muros, sé que corría por la acera, más tarde supe que en dirección a casa, pero en aquel escenario no sabría asegurar que fuera consciente de la dirección. Sólo pensaba en correr y correr, huir lo más lejos posible de todos. Crucé la carretera sin pararme a mirar el tráfico, aunque recuerdo vagamente algunas voces gritándome y, ahora con más calma, algunos frenazos. De lo que estoy seguro es de que seguí corriendo sin detenerme si quiera en el paso a nivel, aunque las barreras estaban bajas. Las sorteé como pude y ya iba a cruzar las vías, cuando, nunca supe el motivo, me detuve apenas escuché el silbido del tren; fue como si aquel sonido me devolviera a la realidad, de manera que poco a poco fue haciéndome consciente de dónde estaba. Mis ojos empezaron a concentrarse en lo que veían: el tren se acercaba; los oídos percibían voces de personas que me gritaban, no como en el instituto, sino otro tipo de voces. En un instante vi que el tren estaba llegando y me di cuenta de que yo estaba en mitad de las vías. ¿No me preguntes por qué no me aparté? Ni yo mismo podría decírtelo, simplemente me quedé inmóvil, esperando que el tren me arrollara. 

jueves, 9 de marzo de 2017

EL CAMBIO DE HORARIO

 Cada año, dos veces vemos que nuestros relojes adelantan o atrasan una hora. Al menos, esto sucede en un día festivo, lo que no trastoca mucho nuestros hábitos. Sin embargo, pasado ese día, el nuevo horario puede afectar a nuestro ritmo diario, tal vez durante unos días. Es una forma de lucha entre el reloj y el biorritmo. Así también, dos veces al año, coincidiendo con este cambio, la gente comenta lo inútil o provechoso que resulta esta mudanza que sucede en las manecillas del reloj, ahora más bien en los números digitales. Pero, ¿siempre ha sido así? Seguramente no. ¿Desde cuándo venimos esclavizándonos con este forma de tortura? Echemos un vistazo a la historia.
Durante la Primera Guerra Mundial, Alemania, al igual que los demás países que intervenían en ella, pasaban serios apuros en su economía interior debido a los gastos ocasionados por la contienda bélica, así que intentaban idear algún modo de aprovechar el tiempo para producir mayor cantidad de energía, que en aquellos tiempos provenía principalmente de las minas de carbón. En 1916 alguien se acordó de un panfleto que había sido escrito unos años antes un inglés, ya fenecido, en el que se mencionaba el desperdicio de parte del día durante los meses de primavera y verano. Visitemos al autor de este panfleto antes de proseguir con los alemanes.
William Willet había sido un magnate de la construcción a principios del siglo XX. Vivía a unos 15 kilómetros al sur de Greenwich, en un lugar llamado Chislehurst. Pues bien, este adinerado constructor era muy aficionado a los caballos; solía dar grandes paseos, sobre todo al alba, subido a lomos de uno de ellos, internándose por el bosque cercano a donde vivía. Por supuesto, en sus cabalgatas debía pasar por delante de las casas de la población. Muchas veces, en los días de verano, cuando los rayos del sol ya calientan a primeras horas del día, observaba las persianas cerradas y pensaba en la gente que estaría durmiendo plácidamente en sus lechos, ajenas a la vida que ya había despertado al aire libre. ¡Qué desperdicio de tiempo! debió de pensar. Así que se le ocurrió escribir un panfleto con esa idea suya: si se arrancara ese tiempo matinal del alba y se colocara al final de la tarde, la gente no sólo podría disfrutar de más horas de luz, sino que también se podría alargar la jornada de trabajo (beneficio para las empresas como la suya). Aquel panfleto se conoció con el pomposo título de “The Wasted Daylight” (la luz diurna desperdiciada). Regresemos ahora a los alemanes y sus problemas de energía.
Dado que no veían la forma de aumentar la producción de carbón, se les ocurrió que podrían consumir menos carbón, aprovechando esas horas matinales que la primavera y el verano proporcionaban, siguiendo la línea razonada de William Willet. Así que comenzaron a torpedear a la población civil, sobre todo a los empresarios, con la idea de acomodar las horas, o lo relojes, a la jornada diurna, de modo que los empresarios podían ahorrar en sus gastos, los gobernantes podían mantener la guerra, y los ciudadanos.... bueno, podrían disfrutar de más tiempo al levantarse con el alba, aunque fuera para ir al trabajo. De modo que en la zona germana se adoptó el cambio de horario, para lo cual se difundieron montones de tarjetas postales para advertir de ello a la población. Pocas semanas después a los ingleses les pareció una estupenda idea, de manera que se adhirieron a la moda. Antes de terminar la guerra varios países imitaron a estos dos, llegando a Estados Unidos en 1918.
El término de la guerra no puso fin a este idea tan productiva. Los cambios horarios se expandieron por todas partes hasta llegar un momento en que toda Europa, toda América, toda Asia, toda Oceanía y la mayor parte de África (casi todo el mundo) adoptaron este sistema. Con el tiempo y las transformaciones que la industria y la sociedad fueron sufriendo a lo largo del siglo pasado, esta medida horaria fue perdiendo vigencia, puesto que empezó a resultar tan inútil como innecesaria, así que poco a poco los diferentes países fueron abandonando la idea y dejaron de modificar sus relojes. Actualmente, salvo tres o cuatro países, ni Asia, ni África ni Oceanía adelantan o atrasan las manecillas, o los números digitales.

¿Se debería desistir y rendirse al hecho de que ya no tiene sentido esta norma? ¿Todavía tiene su provecho en el ahorro de energía? Sea como fuere, la medida fue adoptaba con dos fines muy nobles que engrandecen a la Humanidad: prolongar una guerra y enriquecer a los poderosos. Ustedes mismos.