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sábado, 19 de enero de 2013

De planetas y dioses

     Si miramos al firmamento durante una noche despejada, veremos multitud de puntitos luminosos, más o menos titilantes, a los que llamamos estrellas; pero de todas esas luminaras hay algunas que no brillan por sí mismas, sino que reflejan la luz que les llega del Sol: son planetas de nuestro sistema solar. Los planetas que se ven a simple vista o con prismáticos son los interiores Venus y Marte, y los gigantes Júpiter y Saturno. Todos ellos, y los demás y los satélites de éstos, tienen un nombre: ¿Por qué recibieron esos nombres y no otros? Por supuesto, muchos de ellos ya fueron bautizados en la antigüedad, otros muchos lo fueron desde entonces hasta hoy día. 

     Los nombres que escogieron para ellos fueron tomados de la mitología greco-latina; así, el dios Mercurio dio nombre al planeta más cercano al Sol, ¿por qué?. Porque se consideraba que nuestra estrella era el astro más importante del firmamento, una especie de dios de dioses dentro de los elementos celestes y el planeta más cercano a él recibió el nombre del mensajero de los dioses, Mercurio, quien llevaba los deseos de Júpiter a los demás dioses. El caso de Venus aún es más comprensible: se decía que la diosa Venus no sólo era la diosa del amor, sino que además era la más bella criatura que había existido y que habría de existir y, dado que el  segundo planeta más cercano al Sol era el más brillante del cielo nocturno, fue bautizado con el nombre de la diosa. El dios Marte era el dios de la guerra, cuyo color representativo era, evidentemente, el rojo de la sangre; ya que el cuarto planeta más cercano al Sol se caracteriza por el tono rojizo, no hubo muchas complicaciones al nombrarlo como el dios romano. 

     El planeta siguiente era y es el más grande del sistema, casi el embrión de una estrella frustrada, por eso lo llamaron Júpiter, que era el más poderoso de los dioses. Un poco más allá de este planeta está el planeta Saturno, nombrado de este modo porque, al igual que el dios Júpiter descendía del dios Saturno, este sexto planeta aparece como el segundo en el escalafón por orden de importancia. Algo parecido ocurre con el séptimo planeta, cuyo nombre es el homónimo al dios Urano, padre del dios Saturno: parece comprensible que si el orden divino era Júpiter, Saturno y Urano [nieto, padre y abuelo], en el orden planetario debería ser el mismo. En cuanto al octavo planeta, Neptuno, recibe su bautismo del dios del mismo nombre, que era hermano de Júpiter y, así como éste reinaba desde el cielo, Neptuno reinaba desde el mar. Por lo que respecta a Plutón, si bien ya no es considerado como tal, en su momento se le bautizó como tal en honor al dios Plutón, otro hermano de Júpiter: Júpiter reinaba desde el cielo, decíamos, Neptuno lo hacía desde el mar y Plutón gobernaba en la tierra y en el inframundo, en el infierno [tres dioses para tres reinos: aire, agua y tierra].

     No sólo los planetas llevan nombres de dioses romanos, también sus satélites, salvando alguna excepción. Por ejemplo, uno de los satélites de Plutón se llama con toda lógica Caronte, que era el nombre del barquero que llevaba las almas de los muertos de una orilla de la laguna Estigia hasta la otra, en donde estaba el infierno, los dominios del dios Plutón. Otro ejemplo; los dos satélites de Marte se llaman Deimos y Fobos, que era como se llamaban los caballos que el dios Marte tenía. Un último ejemplo; uno de los muchos satélites con que cuenta Júpiter se llama Ganímedes [es el más grande de todos los del sistema solar, más grande incluso que Mercurio], que era el nombre de un amante de Júpiter y copero del monte Olimpo, residencia oficial de los dioses, así que qué menos que llamar así a un satélite que orbita alrededor del dios supremo.
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martes, 1 de enero de 2013

Un trío amoroso en el Olimpo griego


Uno de los dioses greco-romanos más controvertidos es Hefestos, que los romanos llamaron Vulcano, el protagoniza uno de los cuadros más famosos del pintor español Diego Velázquez. Hefestos era hijo de la diosa Hera (los romanos la llamaban Juno), que estaba casada con el todopoderoso Zeus (el Júpiter de romano). Unos dicen que Hefestos fue engendrado por el matrimonio, pero otros creen que era hijo sólo de Hera (poco antes Zeus había sacado a la diosa Atenea de su propia cabeza, por lo que su celosa esposa quiso hacer algo parecido con Hefestos).

            Sea como fuere, cuando Hefestos nació era tan feo, tan deforme, que a los demás dioses les daba grima sólo mirarlo, incluso el mismo Zeus lo agarró y lo arrojó desde lo alto del Olimpo (el monte donde moraban los dioses) y éste cayó rodando hasta llegar a la isla de Lemnos. Cuando aterrizó allí, lo único que le había pasado era que había roto una pierna, por eso tuvo cojera durante toda su vida.

            Pero Hefestos, cuando creció, se convirtió en el único dios que realmente trabajaba, y lo hacía muy bien modelando cosas con el fuego, por eso tenía una fragua propia y varios cíclopes que le ayudaban. Construía todo lo que le pedían y lo que hacía no tenía rival; entre otros trabajos Hefestos era quien fabricaba los rayos que Zeus mandaba a diestro y siniestro y, por agradecimiento a su hijo (o hijastro), le concedió un deseo: Hefestos quería casarse con la diosa más hermosa del Olimpo, Afrodita, y Zeus se lo concedió.

            Ahora bien, a Afrodita, además de ser la más bella, le gustaban las fiestas, las excursiones exóticas, los cotilleos… lo normal. Estando casada con el seriote de Hefestos se aburría enormemente; además, su marido no era ni mucho menos un “adonis”: feo, cojitranco y siempre de mal humor. Así que Afrodita buscó consuelo fuera del lecho conyugal y lo encontró en el lecho de Ares (el Marte romano), que era un dios al que le gustaba ir a guerrear con sus armas, muy machote él, muy viril, apuesto y fuerte, y siempre presumiendo de músculo. Así que no fue de extrañar que Afrodita y él acabaran teniendo una relación extramarital. Intentaban, cómo no, esconderse lo más posible, pero el dios Apolo, que era un dios muy cotilla y que siempre acababa enterándose de todos los trapicheos, también dio en conocer esta relación y se fue con el cuento a Hefestos.

            Llegados a este punto, Hefestos, que seguía enamorado de Afrodita, quiso dar una lección a los amantes, pero intentando que su esposa siguiera a su lado. Así pues, construyó una especie de telaraña muy resistente hecha a base de plata. Como Apolo le había indicado donde solían encontrarse, Hefestos esperó paciente y escondido, con la telaraña preparada, a que aparecieran los dos. Y aparecieron. Y Hefestos les dejó hacer; o sea, que, como cualquier pareja en tales situaciones, se dispusieron a gozarse uno del otro. Cuando estaban los dos concentrados en el meollo, Hefestos lanzó sobre ellos la telaraña y quedaron atrapados como dos moscas. Luego, llamó a los demás dioses para que vieran el espectáculo y allí se reunieron a echar unas cuantas carcajadas a costa de la pareja, aunque los dioses machotes no dejaban de admirar, entre risa y risa, los atributos femeninos de Afrodita, y alguno hubo, como Hermes (al que los romanos llamban Mercurio), que confesó que no le importaría ser motivo de burla si hubiera estado en lugar de Ares.

            Al final, Hefestos les hizo prometer que no se volverían a ver, si les liberaba. Claro, aceptaron sin rechistar. Sin embargo, se cree que después de unos días, durante los cuales ni Afrodita ni Ares se mostraban en público avergonzados, retomaron su relación amorosa y así continuaron hasta el final de los tiempos.
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