Cuando el hombre tomó conciencia
de su propia existencia, también la tomó de su muerte. Tener por cierto y
seguro que un día la vida se agotará y no quedará nada, condujo al hombre a la
desesperanza, sintiendo desabrida la vida y temiendo el final. Así pues, ideó
un mundo en el que podía seguir disfrutando de su propio cuerpo, de sus
pensamientos, de sus sentimientos; y ese mundo lo situó no en un lugar, sino en
un tiempo: más allá de la muerte. De este modo, el hombre creó un universo en
el que podía seguir viviendo sin temor a que su existencia llegara a su fin.
Pero, aprovechando ese nuevo mundo, surgió un estamento nuevo también, el que
otorgaba a ciertas personas un rango superior a las demás, colocándose como
puente entre el mundo material y el espiritual, de modo que no tardó en
aparecer la creencia religiosa, en donde ya no sólo existía un mundo por encima
del vital, sino unos seres con conciencia: los dioses. A estos intermediarios
entre dioses y hombres siguió la aparición de aquéllos que pretendían no ya
servir de enlace entre la divinidad y la humanidad, sino de intérprete de la
voluntad de los dioses, dando una explicación humana a los actos divinos: los
teólogos. Hasta ese momento existía una gran contradicción creada por los
líderes religiosos: todo sucede por voluntad divina; si esto es así, ¿cómo se
puede culpar a alguien por obrar de una u otra forma, pues, al fin y al cabo,
son los designios del dios los que se manifiestan a través de los actos? ¿Acaso
Judas no entregó a Jesús porque así figuraba en las Escrituras? ¿Tenía Judas
potestad para no cumplir con la voluntad divina? Sin Judas Jesús no habría sido
sacrificado para el perdón de los pecados; luego, tan importante es Judas como
Jesús, por el cual motivo no se puede condenar a Judas y ensalzar a Jesús, pues
ambos cumplieron con su cometido, que, en última instancia, era mandato divino.
Para parchear ésta y otras contradicciones, los teólogos crearon el concepto
del libre albedrío, según el cual los humanos tienen capacidad de decisión
independiente de la voz del dios correspondiente, de tal forma que los actos
del hombre ya no son consecuencia de la voluntad divina, sino del entendimiento
del propio mortal. Aun así, los teólogos no acabaron de pulir las
escabrosidades entre el libre albedrío y los designios divinos: ¿dónde termina
el mandato del dios y dónde empieza la libertad del hombre?
Si nos apartamos del mundo
religioso, se puede decir que la libertad del hombre empieza justo donde
terminan las circunstancias que lo rodean; es decir, si tenemos en cuenta que
el hombre nace, crece y muere rodeado de sus propias circunstancias, se podría
afirmar que su libertad es tan ficticia como lo es el libre albedrío de los
teólogos. El hombre se conduce a impulsos de los estímulos exteriores, muchos
de los cuales se han implantado en su interior y es gobernado por ellos. Ahora
podemos afirmar que el hombre es la consecuencia de lo que le rodea y, al mismo
tiempo, es parte de la causa de lo que ha de ser. Unos llaman a esas
circunstancias voluntad divina y otros las llaman influencia conductual o
términos similares. En fin, que el comportamiento, incluso el pensamiento de un
ser humano es la reacción lógica del aprendizaje del subconsciente, tal como lo
demuestran los múltiples experimentos que se realizan casi a diario desde todos
los puntos de vista, desde el concienzudo estudio psicológico y filosófico, al
mero entretenimiento televisivo. Si se analizan estos hechos de manera
globalizada, sin centrarse en un único individuo, hallaremos algo sorprendente:
es más fácil manejar un grupo social que una sola persona, y esto ocurre
diariamente, casi a cada hora, casi en cada determinación que tomamos, pues la
mayoría de nuestras decisiones están basadas en el colectivo: vestimos de forma
similar, aunque en muchos casos ni siquiera nos hagan falta las ropas; creemos
que matar está mal, no porque lo digan las leyes, sino porque lo dice la
sociedad; cuando elegimos una pareja, lo hacemos por impulsos químicos y a
tenor de ciertos rasgos distintivos; en todo momento nos comportamos como se
espera de nosotros, a pesar de que en ocasiones estemos en contra de lo que
nosotros mismos hacemos. En resumen, llámese o no libre albedrío, el hombre
carece de él y su conducta viene guiada por los dictámenes de una divinidad o
de una sociedad, llámese Dios o llámese Marketing o llámese Educación o llámese
como se quiera.