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domingo, 2 de julio de 2017

Día de clase... día de buylling

Hola, mamá. Si te escribo estas letras no es para culparte de lo que ocurrió, sino para decirte que nada tengo que reprocharte. Lo que hiciste, lo hiciste porque era lo que creías que debías hacer, nada más. Sé que me has querido siempre, lo dejaste bien claro cada vez que me repetías aquello de que me habías llevado dentro nueve meses y que me habías parido y que por eso era como si te perteneciera. Al principio, cuando te lo oí la primera vez, pensé que te pertenecía como un vestido o una mesa o un reloj; pero, con el tiempo comprendí que te pertenecía no como una posesión, sino como parte de ti, como otro “yo” que se había desgajado de tu propio ser. Por eso sé que me has querido siempre y nunca dejarás de hacerlo, y por eso mismo comprendo lo que hiciste aquel día, cuando yo me negaba a ir al instituto ¿te acuerdas?

Yo pataleaba en casa y gritaba desesperado que no volver, que prefería quedarme en casa o ir con papá al trabajo. En cambio tú insistías en que nada de provecho iba a sacar en casa, que mi deber era aprender, ése era mi trabajo, no con papá. Al principio estabas muy calmada, sin dar mayor importancia a mi rabieta. Fue más tarde, cuando se acercaba la hora, que perdiste la paciencia y me agarraste del brazo y me sacaste a la calle a empujones. Yo te suplicaba que no me obligases con la voz rota no sé si de tanto implorar o de impotencia. Me llevabas por la acera y de vez en cuando se cruzaba con nosotros algún transeúnte que nos miraba con cara de lelo, de eso sí me di cuenta, aunque para mí sólo eran caras, no me fijaba en ellas ni quién las llevaba.

Al llegar cerca del paso a nivel comenzaron a caer algunas gotas de lluvia y apenas cruzamos las vías las gotas se convirtieron en llovizna y la llovizna se secó un poco más allá. No me preguntes por qué me acuerdo de eso, ni yo mismo acierto con el motivo, tal vez porque noté la camisa húmeda o quizás porque fue a esa altura del camino cuando comencé a llorar. Notaba las lágrimas deslizarse por las mejillas hasta el mentón y desde ahí las intuía caer, no me diga cómo lo advertí, sólo lo notaba. A pesar de todo ello seguía impasible arrastrándome hacia el instituto.

Cerca de la entrada había un perro enorme, siempre el mismo perro que me ladraba todos los días cada vez que pasaba a su lado. Oía los gruñidos desde mucho antes de llegar, como si él presintiera mi presencia; supongo que sería el olfato o el oído. Siempre se agazapaba detrás de la valla y saltaba de repente hacia mí; la cadena a la que estaba atado le retenía, si bien a mí me sobresaltaba, incluso a sabiendas de lo que iba a ocurrir. Esa mañana no. Esa mañana estaba junto a la valla de pie junto a su dueño. Recuerdo los ojos abiertos con que me observaba, sin gruñir, sin un ladrido. Dirigía su mirada hacia mí y luego se volvía hacia su amo y de nuevo a mí, como un péndulo; parecía como si se preguntara por qué un humano me llevaba de aquellas trazas, zarandeándome sin atender a los llantos. ¿Comprendería lo que estaba pasando delante suyo? El caso es que le dirigí una mirada de queja a él, al perro, como a un confidente a quien se le pide ayuda.

Junto a la puerta de entrada mi desesperación alcanzaba límites audaces. Dejé caer todo mi peso para impedir que me siguieras remolcando y en aquella acción me caí al suelo de espaldas. Nada pudiste hacer para evitarlo; mi peso pudo con la fuerza de tu mano y el brazo por el que me sujetabas se deshizo de ella. Entonces vi la furia en tus ojos. Me asusté aún más de lo que estaba, pensé que me ibas a moler a palos. No podía dejar de observar cómo apretabas los labios al tiempo que abrías los ojos como para tragarte el mundo entero. Me agarraste con fuerza y de un solo empujó me levantaste ¿recuerdas cómo me llevaste hasta la puerta misma del aula, qué improperios dejaste escapar? La clase ya había comenzado e hice un último intento implorándote que me dejaras regresar contigo, que no me obligaras a entrar. Todo inútil. Tú mismo abriste la puerta y con un empellón cerraste la puerta tras de mí

No te puedes dar una idea cómo toda la clase estalló en risas, carcajadas y comentarios burlescos. Ni el propio profesor podía hacerlos callar. No sabría decirte qué aspecto tenía en aquel momento, pero debía de causar mucha gracia o mucha pena. Me imagino con los ojos hinchados, las mejillas con los surcos secos de las lágrimas, el pelo alborotado, la ropa descolocada, todo el cuerpo encogido y, sobre todo, la mirada perdida en el miedo y la vergüenza. ¡Tierra trágame! Pero trágame de verdad, literalmente. Me quedé allí plantado hasta que por fin el profesor pudo conseguir que reinara el silencio. Entonces avancé por entre los pupitres hasta llegar al mío; durante esos poco metros podía escuchar los diatribas de mis compañeros, los insultos, las vejas.

El resto de la mañana lo pasé ensimismado, sin atender en clase. Entre asignatura y asignatura, mientras se iba un maestro y llegaba el siguiente, me arrebujaba en la silla para intentar pasar desapercibido. Sentía la mirada burlona de todos. Veía cómo me señalaban y la sonrisa en sus rostro. Lo peor llegó a la hora del recreo. Todos salieron al patio, todo menos yo. Me quedé sentado allí, en el aula. Por primera vez en toda la mañana percibí que me invadía la paz. Mientras no saliera al patio nadie se reiría de mí, nadie me apuntaría con su índice. Pero quiso el destino que un profesor pasara por el pasillo y me viera dentro. No me lo pidió, me ordenó que saliera a divertirme. Yo le respondía que prefería permanecer estudiando, pero de balde. Al final tuve que poner los pies en el patio.
Busqué una esquina y me arrimé a la pared. ¡Ojalá me fundiera con ella! Imposible. Vigilaba desde mi atalaya a los demás, hasta que descubrí a aquel alumno fortachón y a sus amigotes. Ellos iban un curso por delante y llevaban machacándome desde septiembre, como cuando me encerraron en el cuarto de baño durante toda una mañana; el director acabó llamándote ¿te acuerdas? para decirte que me había ausentado sin permiso; tú me castigaste sin televisión una semana entera. Sin embargo, no eran esas “travesuras”, como papá las llamó una vez, lo que más me molestaba, sino aquellos días en que no paraban de insultarme, me arrojarme vilipendios al oído de forma constante. A veces hubiera deseado ser sordo para no seguir escuchando aquellos desprecios. Y luego estaban las humillaciones, como cuando en clase de gimnasia me hicieron presentarme en el vestuario de las chicas en calzoncillos; el director volvió a llamarte y volviste a castigarme ¿recuerdas?


En fin, que aquellos gorilas me estaban observando, y nada bueno de ello podía salir. Se me encogió el corazón al tiempo que se aceleraba como un tren sin control a punto de descarrilar. Se me espigó la piel, fría se quedó, como si una brisa helada hubiera atravesado mi cuerpo. Perdí la noción de dónde estaba. Desconozco si caía o flotaba en el aire. Un sudor más que húmedo comenzó a surgir por todo el cuerpo. Entonces los vi aproximándose hacia mí, como otras muchas veces lo habían hecho. Los músculos se me aflojaron y noté que me orinaba; podía sentir el arroyo caliente extenderse por la pierna abajo. Comenzaron a reírse con carcajadas tales que habría jurado no podían existir más hirientes. En segundos me parecieron cientos, miles de alumnos a mi alrededor señalando la mancha en el pantalón y riéndose de forma estruendosa. Ahora sé que apenas habrían sido cinco o seis, pero en aquel momento mi mente no regía y los tuve por multitud. No me quedaba llanto ni consuelo, así que eché a correr desaforado como alma que lleva el diablo. No vi puerta, profesores o muros, sé que corría por la acera, más tarde supe que en dirección a casa, pero en aquel escenario no sabría asegurar que fuera consciente de la dirección. Sólo pensaba en correr y correr, huir lo más lejos posible de todos. Crucé la carretera sin pararme a mirar el tráfico, aunque recuerdo vagamente algunas voces gritándome y, ahora con más calma, algunos frenazos. De lo que estoy seguro es de que seguí corriendo sin detenerme si quiera en el paso a nivel, aunque las barreras estaban bajas. Las sorteé como pude y ya iba a cruzar las vías, cuando, nunca supe el motivo, me detuve apenas escuché el silbido del tren; fue como si aquel sonido me devolviera a la realidad, de manera que poco a poco fue haciéndome consciente de dónde estaba. Mis ojos empezaron a concentrarse en lo que veían: el tren se acercaba; los oídos percibían voces de personas que me gritaban, no como en el instituto, sino otro tipo de voces. En un instante vi que el tren estaba llegando y me di cuenta de que yo estaba en mitad de las vías. ¿No me preguntes por qué no me aparté? Ni yo mismo podría decírtelo, simplemente me quedé inmóvil, esperando que el tren me arrollara.