Hola, mamá. Si te escribo estas letras no es para culparte
de lo que ocurrió, sino para decirte que nada tengo que reprocharte. Lo que
hiciste, lo hiciste porque era lo que creías que debías hacer, nada más. Sé que
me has querido siempre, lo dejaste bien claro cada vez que me repetías aquello
de que me habías llevado dentro nueve meses y que me habías parido y que por
eso era como si te perteneciera. Al principio, cuando te lo oí la primera vez,
pensé que te pertenecía como un vestido o una mesa o un reloj; pero, con el
tiempo comprendí que te pertenecía no como una posesión, sino como parte de ti,
como otro “yo” que se había desgajado de tu propio ser. Por eso sé que me has
querido siempre y nunca dejarás de hacerlo, y por eso mismo comprendo lo que
hiciste aquel día, cuando yo me negaba a ir al instituto ¿te acuerdas?
Yo pataleaba en casa y gritaba desesperado que no volver,
que prefería quedarme en casa o ir con papá al trabajo. En cambio tú insistías
en que nada de provecho iba a sacar en casa, que mi deber era aprender, ése era
mi trabajo, no con papá. Al principio estabas muy calmada, sin dar mayor
importancia a mi rabieta. Fue más tarde, cuando se acercaba la hora, que
perdiste la paciencia y me agarraste del brazo y me sacaste a la calle a
empujones. Yo te suplicaba que no me obligases con la voz rota no sé si de
tanto implorar o de impotencia. Me llevabas por la acera y de vez en cuando se
cruzaba con nosotros algún transeúnte que nos miraba con cara de lelo, de eso
sí me di cuenta, aunque para mí sólo eran caras, no me fijaba en ellas ni quién
las llevaba.
Al llegar cerca del paso a nivel comenzaron a caer algunas
gotas de lluvia y apenas cruzamos las vías las gotas se convirtieron en
llovizna y la llovizna se secó un poco más allá. No me preguntes por qué me
acuerdo de eso, ni yo mismo acierto con el motivo, tal vez porque noté la
camisa húmeda o quizás porque fue a esa altura del camino cuando comencé a
llorar. Notaba las lágrimas deslizarse por las mejillas hasta el mentón y desde
ahí las intuía caer, no me diga cómo lo advertí, sólo lo notaba. A pesar de
todo ello seguía impasible arrastrándome hacia el instituto.
Cerca de la entrada había un perro enorme, siempre el mismo
perro que me ladraba todos los días cada vez que pasaba a su lado. Oía los
gruñidos desde mucho antes de llegar, como si él presintiera mi presencia;
supongo que sería el olfato o el oído. Siempre se agazapaba detrás de la valla
y saltaba de repente hacia mí; la cadena a la que estaba atado le retenía, si
bien a mí me sobresaltaba, incluso a sabiendas de lo que iba a ocurrir. Esa
mañana no. Esa mañana estaba junto a la valla de pie junto a su dueño. Recuerdo
los ojos abiertos con que me observaba, sin gruñir, sin un ladrido. Dirigía su
mirada hacia mí y luego se volvía hacia su amo y de nuevo a mí, como un
péndulo; parecía como si se preguntara por qué un humano me llevaba de aquellas
trazas, zarandeándome sin atender a los llantos. ¿Comprendería lo que estaba
pasando delante suyo? El caso es que le dirigí una mirada de queja a él, al
perro, como a un confidente a quien se le pide ayuda.
Junto a la puerta de entrada mi desesperación alcanzaba
límites audaces. Dejé caer todo mi peso para impedir que me siguieras
remolcando y en aquella acción me caí al suelo de espaldas. Nada pudiste hacer
para evitarlo; mi peso pudo con la fuerza de tu mano y el brazo por el que me
sujetabas se deshizo de ella. Entonces vi la furia en tus ojos. Me asusté aún
más de lo que estaba, pensé que me ibas a moler a palos. No podía dejar de
observar cómo apretabas los labios al tiempo que abrías los ojos como para
tragarte el mundo entero. Me agarraste con fuerza y de un solo empujó me
levantaste ¿recuerdas cómo me llevaste hasta la puerta misma del aula, qué
improperios dejaste escapar? La clase ya había comenzado e hice un último
intento implorándote que me dejaras regresar contigo, que no me obligaras a
entrar. Todo inútil. Tú mismo abriste la puerta y con un empellón cerraste la
puerta tras de mí
No te puedes dar una idea cómo toda la clase estalló en risas,
carcajadas y comentarios burlescos. Ni el propio profesor podía hacerlos callar.
No sabría decirte qué aspecto tenía en aquel momento, pero debía de causar
mucha gracia o mucha pena. Me imagino con los ojos hinchados, las mejillas con
los surcos secos de las lágrimas, el pelo alborotado, la ropa descolocada, todo
el cuerpo encogido y, sobre todo, la mirada perdida en el miedo y la vergüenza.
¡Tierra trágame! Pero trágame de verdad, literalmente. Me quedé allí plantado
hasta que por fin el profesor pudo conseguir que reinara el silencio. Entonces
avancé por entre los pupitres hasta llegar al mío; durante esos poco metros
podía escuchar los diatribas de mis compañeros, los insultos, las vejas.
El resto de la mañana lo pasé ensimismado, sin atender en
clase. Entre asignatura y asignatura, mientras se iba un maestro y llegaba el
siguiente, me arrebujaba en la silla para intentar pasar desapercibido. Sentía
la mirada burlona de todos. Veía cómo me señalaban y la sonrisa en sus rostro.
Lo peor llegó a la hora del recreo. Todos salieron al patio, todo menos yo. Me
quedé sentado allí, en el aula. Por primera vez en toda la mañana percibí que
me invadía la paz. Mientras no saliera al patio nadie se reiría de mí, nadie me
apuntaría con su índice. Pero quiso el destino que un profesor pasara por el
pasillo y me viera dentro. No me lo pidió, me ordenó que saliera a divertirme.
Yo le respondía que prefería permanecer estudiando, pero de balde. Al final
tuve que poner los pies en el patio.
Busqué una esquina y me arrimé a la pared. ¡Ojalá me
fundiera con ella! Imposible. Vigilaba desde mi atalaya a los demás, hasta que
descubrí a aquel alumno fortachón y a sus amigotes. Ellos iban un curso por
delante y llevaban machacándome desde septiembre, como cuando me encerraron en
el cuarto de baño durante toda una mañana; el director acabó llamándote ¿te
acuerdas? para decirte que me había ausentado sin permiso; tú me castigaste sin
televisión una semana entera. Sin embargo, no eran esas “travesuras”, como papá
las llamó una vez, lo que más me molestaba, sino aquellos días en que no
paraban de insultarme, me arrojarme vilipendios al oído de forma constante. A
veces hubiera deseado ser sordo para no seguir escuchando aquellos desprecios.
Y luego estaban las humillaciones, como cuando en clase de gimnasia me hicieron
presentarme en el vestuario de las chicas en calzoncillos; el director volvió a
llamarte y volviste a castigarme ¿recuerdas?
En fin, que aquellos gorilas me estaban observando, y nada
bueno de ello podía salir. Se me encogió el corazón al tiempo que se aceleraba
como un tren sin control a punto de descarrilar. Se me espigó la piel, fría se
quedó, como si una brisa helada hubiera atravesado mi cuerpo. Perdí la noción
de dónde estaba. Desconozco si caía o flotaba en el aire. Un sudor más que
húmedo comenzó a surgir por todo el cuerpo. Entonces los vi aproximándose hacia
mí, como otras muchas veces lo habían hecho. Los músculos se me aflojaron y
noté que me orinaba; podía sentir el arroyo caliente extenderse por la pierna
abajo. Comenzaron a reírse con carcajadas tales que habría jurado no podían
existir más hirientes. En segundos me parecieron cientos, miles de alumnos a mi
alrededor señalando la mancha en el pantalón y riéndose de forma estruendosa.
Ahora sé que apenas habrían sido cinco o seis, pero en aquel momento mi mente
no regía y los tuve por multitud. No me quedaba llanto ni consuelo, así que
eché a correr desaforado como alma que lleva el diablo. No vi puerta,
profesores o muros, sé que corría por la acera, más tarde supe que en dirección
a casa, pero en aquel escenario no sabría asegurar que fuera consciente de la
dirección. Sólo pensaba en correr y correr, huir lo más lejos posible de todos.
Crucé la carretera sin pararme a mirar el tráfico, aunque recuerdo vagamente
algunas voces gritándome y, ahora con más calma, algunos frenazos. De lo que
estoy seguro es de que seguí corriendo sin detenerme si quiera en el paso a
nivel, aunque las barreras estaban bajas. Las sorteé como pude y ya iba a
cruzar las vías, cuando, nunca supe el motivo, me detuve apenas escuché el
silbido del tren; fue como si aquel sonido me devolviera a la realidad, de
manera que poco a poco fue haciéndome consciente de dónde estaba. Mis ojos
empezaron a concentrarse en lo que veían: el tren se acercaba; los oídos
percibían voces de personas que me gritaban, no como en el instituto, sino otro
tipo de voces. En un instante vi que el tren estaba llegando y me di cuenta de
que yo estaba en mitad de las vías. ¿No me preguntes por qué no me aparté? Ni
yo mismo podría decírtelo, simplemente me quedé inmóvil, esperando que el tren
me arrollara.