Laura apenas acababa
de levantarse, cuando se dirigió hacia la cocina para preparar un poco de café
enfundada en una bata gruesa de invierno, aunque afuera lucía un espléndido sol
de verano. Mientras trajinaba con el agua y la cafetera, Laura murmuraba entre
dientes algunas palabras confusas, revueltas y sin sentido. De vez en cuando
levantaba la voz, como si al otro lado del salón contiguo alguien la estuviera
escuchando: “ya te lo dije ayer, ¿ves lo que ocurre? Otro día sin noticias”.
Luego, tornaba a sus murmuraciones ininteligibles. Una vez que se hubo servido
una taza de café, salió de la cocina con el pocillo en la mano. Se fue directa
al despacho de su marido, se sentó ante la mesa y encendió el ordenador al
tiempo que volvía a levantar la voz: “La verdad es que no sé por qué me molesto
en mirar el correo; seguramente hoy tampoco habrá nada”. De cuando en cuando sorbía
un poco de café sin apartar la mirada de la pantalla, al tiempo que con la mano
libre manejaba el ratón. “¿Lo ves?”, dijo al cabo de un par de minutos, “Nada”.
Se levantó de golpe.
Clavó la mirada en la puerta de su habitación,
cerrada. Allí dormía ella; allí dormía con su marido. Se había acostumbrado a
levantarse como a hurtadillas para no despertarlo, pero al poco ya le estaba
dando voces para que despertara; y así siempre, en los últimos quince años. Su
marido solía tardar en levantarse y en no menos de quince o veinte minutos no
acostumbraba a desperezarse. Entre tanto, Laura preparaba el café para los dos
y unas tostadas, aunque los últimos meses se había olvidado de esto último y su
desayuno se reducía a esa tacita de café que no apeaba de la mano hasta haber
apurado la última gota. Todas las mañanas era la misma rutina: se tomaba el
café mientras revisaba el correo electrónico y, al final, acababa sentada en la
cocina aguardando a que su marido tuviera a bien acompañarla. Ese día, sin
embargo, se quedó con la mirada fija en la puerta sin saber por qué. Le tembló
ligeramente la mano con el café, algo no muy normal en ella, que presumía de un
pulso a prueba de todo. Fueron unos pocos segundos, durante los que su rostro
pareció haber visto un espectro; pero sólo fueron unos segundos, después de los
cuales retornó a la normalidad, como si nada la hubiese interrumpido.
Se fue a la
cocina, se sentó en la misma silla de siempre y volvió a levantar la voz: “Ya
van para dos semanas y tu hijo sigue sin venir por aquí”. Guardó silencio antes
de preguntar: “¿Me has oído?”. Nadie respondió. Absorbió la postrera gota de
café, dejó el pocillo sobre la mesa y salió de la cocina; de nuevo volvió a mirar
la puerta de la habitación, cerrada, y sintió el mismo estremecimiento. Esta
vez fue una llave en la cerradura de la puerta de la calle la que la retrajo al
mundo. Laura se giró bruscamente hacia ella, sorprendida de que alguien tuviera
una llave de la puerta. Ésta se abrió y entró un hombre que rondaba los
cuarenta años, vestido con traje oscuro y corbata negra. Al ver a Laura allí,
de pie, en bata, con el cabello alborotado, se le acercó sin apartar los ojos
de ella; le extendió los brazos y la rodeó con ellos, recibiendo, a su vez,
otro abrazo no menos intenso. “Hijo”, murmuró Laura, “hijo”, repitió; “tu padre…”
y la frase se ahogó en su garganta.