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martes, 17 de enero de 2012

ASÍ COMIENZA UNA GRAN NOVELA


    Pocos minutos antes de las campanadas de la Nochevieja, con las que se despide un año y se da la bienvenida al siguiente, una euforia inusual había invadido, como por ensalmo, las arrugas amodorradas de mi cerebro, pensando que con la llegada del año nuevo podría recobrar antiguos bríos, ya embebecidos en el agua del Estigia. Sin embargo, apenas una hora más tarde la cruel realidad me había devuelto al mundo insufrible, en el que los últimos tiempos (casi dos lustros han transcurrido)  he arrastrado mis pies. Aún más, hoy he regresado al abismo de las tinieblas, que tan bien conozco por haberlas visitado con relativa frecuencia desde la temprana edad de los trece años, número de mal augurio para algunos. Ahora, no obstante, tal vez me halle más perdido que nunca, dejando abandonados y a medio realizar los proyectos que en un tiempo fueron planeados en la inconstante imaginación, entre ellos el de recuperar la ilusión navideña, cuando esas fechas alcanzan el calendario y que hace una década extravié en alguna parte de mi vida.

        En un tiempo lejano creí que a falta de una compañera, si me atiborraba de películas, libros, discos, juegos y otros entretenimientos, quizás se me pasaran las horas, si no feliz, al menos entretenido; me equivoqué: cada día transcurrido crece en mí el vacío y me desespero imaginando que jamás mis caricias rozarán el cuerpo no ya desnudo, ni siquiera vestido de una esposa; o que no habrá unos labios sobre los que depositar un beso desde los míos; o que no recibiré en un abrazo, en un regazo la cabeza somnolienta de una amante; o que nunca acunaré, agasajaré, me ilusionaré con la presencia de una pequeña descendiente. ¿De qué sirven tantos trastos inútiles que no me han de devolver la mirada? Estirar una mirada y que nadie la devuelva, eso es la soledad. Nadie habrá que se haga uno conmigo mientras contemplamos un film en el cine o compartimos una cena en un restaurante, ni entrelazaremos nuestras manos al pasear a lo largo de una calle larga y sinuosa. Ya nada me queda de entonces para acá, sino verter mis frustraciones en estos legajos para que alguien ¿quién sabe cuándo? pueda leerlo en su intimidad y recordar que una vez he existido, pues no es la muerte pronta e ineludible lo que temo, sino el polvo del olvido.