Pocos minutos antes de las
campanadas de la Nochevieja, con las que se despide un año y se da la
bienvenida al siguiente, una euforia inusual había invadido, como por ensalmo,
las arrugas amodorradas de mi cerebro, pensando que con la llegada del año nuevo
podría recobrar antiguos bríos, ya embebecidos en el agua del Estigia. Sin
embargo, apenas una hora más tarde la cruel realidad me había devuelto al mundo
insufrible, en el que los últimos tiempos (casi dos lustros han transcurrido) he arrastrado mis pies. Aún más, hoy he
regresado al abismo de las tinieblas, que tan bien conozco por haberlas
visitado con relativa frecuencia desde la temprana edad de los trece años,
número de mal augurio para algunos. Ahora, no obstante, tal vez me halle más
perdido que nunca, dejando abandonados y a medio realizar los proyectos que en
un tiempo fueron planeados en la inconstante imaginación, entre ellos el de
recuperar la ilusión navideña, cuando esas fechas alcanzan el calendario y que
hace una década extravié en alguna parte de mi vida.
En
un tiempo lejano creí que a falta de una compañera, si me atiborraba de
películas, libros, discos, juegos y otros entretenimientos, quizás se me
pasaran las horas, si no feliz, al menos entretenido; me equivoqué: cada día
transcurrido crece en mí el vacío y me desespero imaginando que jamás mis
caricias rozarán el cuerpo no ya desnudo, ni siquiera vestido de una esposa; o
que no habrá unos labios sobre los que depositar un beso desde los míos; o que
no recibiré en un abrazo, en un regazo la cabeza somnolienta de una amante; o
que nunca acunaré, agasajaré, me ilusionaré con la presencia de una pequeña
descendiente. ¿De qué sirven tantos trastos inútiles que no me han de devolver
la mirada? Estirar una mirada y que nadie la devuelva, eso es la soledad. Nadie
habrá que se haga uno conmigo mientras contemplamos un film en el cine o
compartimos una cena en un restaurante, ni entrelazaremos nuestras manos al
pasear a lo largo de una calle larga y sinuosa. Ya nada me queda de entonces para
acá, sino verter mis frustraciones en estos legajos para que alguien ¿quién
sabe cuándo? pueda leerlo en su intimidad y recordar que una vez he existido,
pues no es la muerte pronta e ineludible lo que temo, sino el polvo del olvido.