En Laviana es
común de los polesos faltar a las normas cívicas de convivencia y, de este
modo, transgreden los usos propios de una población más o menos bien avenida
con la prosperidad. Ejemplo de ello se ve a diario en las calles, en donde los
transeúntes cambian de acera sin utilizar los numerosos pasos adecuados para
tal función; esto es, cruzan la carretera por donde les viene en gana, en lugar
de recurrir a los pasos de peatones, que antiguamente llamaban “pasos de cebra”,
y eso a pesar del sinfín de pinturas que pueblan las calzadas de la villa, pues
no creo haber visto en ninguna otra localidad tal cuantía de “rayas blancas”.
Parece que en la actualidad ya no hay tanto desaprensivo como en décadas
anteriores, pero el número de infractores sigue representando una cantidad
elevada. Llegados a este punto me pregunto: ¿para qué sirven, entonces, los
pasos para peatones?
Hay peatones
que no sólo se conforman con esa costumbre criticable, sino que invaden la
calzada sin razón alguna. Es el caso de que, por fortuna cada día menos, estos
individuos de que hablo caminan por las vías habilitadas para los vehículos,
mientras justo a su lado la acera se halla vacía y sin inconveniente alguno
para su utilización. Es más, de vez en cuando algún conductor hastiado de tanta
estupidez y, con toda probabilidad, ansioso
por aparcar el automóvil e incorporarse a la vida peatonal, ese conductor,
digo, termina por hacer sonar la bocina con la intención de hacer notar a los invasores
que se aparten de donde están y regresen a donde deben; en esos casos esos
bichos que llamamos peatones se encaran con el pobre piloto, llegando incluso
al insulto, como quien dice “yo voy por donde me sale de las narices”. De esta
forma, no es de extrañar que me pregunte: ¿para qué sirven las aceras?
Otra actividad
polesa deplorable, aunque en esta ocasión se puede extender a medio país, si no
al país entero, es la carencia de sentido social y urbano. Un paseante fumador
que gasta uno de sus pitillos arroja la “colilla” al suelo como quien arroja un
simple vistazo; es decir, ensucian por donde van tirando a su paso los
desperdicios que produce, lo mismo un papel arrugado en una “pelota” o los “cascos”
de las pipas de girasol e, incluso, chicles o, lo que es aún más asqueroso, gargajos,
flemas y esputos. Tal nivel de inmundicia alcanzan, que no sería en absoluto
exagerado apodarlos “animales de pocilga”, si no fuera que con ella se insulta
a los pobres gorrinos, que en nada han faltado a la pulcritud de esta puebla.
Es ineludible formularse una pregunta: ¿para qué queremos papeleras?
No obstante lo manifestado
hasta ahora, además de esa lacra de viandantes también se debe citar a los
automovilistas. Me explico. Resulta raro girar en una esquina, encarar una
calle y no observar un coche mal aparcado, bien sea porque está en doble filo o
porque está en un vado o porque está subido a la acera o porque… en fin, un
mundo entero de aparcamientos ilícitos que son tomados por el “pito del sereno”.
A esa banda de gamberros poco les importa que sus autos impidan que una silla
de ruedas se tropiece con ellos y se vea en la peligrosa obligación de bajar a
la calzada o que paralicen la circulación fluida de los demás coches, autobuses
y aun motos, por el cual motivo se origina un ingente desbarajuste del tráfico.
Esos lucientes calaveras que habitan en el consistorio intentan remediar este
problema reordenando las “direcciones prohibidas” y las “direcciones
obligatorias” y las “direcciones únicas” y las “direcciones de doble sentido” y
las “direcciones…”; existe la posibilidad de que en esos cerebros obtusos no
tenga cabida el raciocinio y ello les impulse a tomar decisiones incongruentes
y todas luces insensatas y vacuas, sin que se den cuenta de la verdadera
naturaleza de la causa. Así pues, me pregunto: ¿para qué colocamos señales de
tráfico?
Y todo esto sin que esos ineptos policías
locales se interesen lo más mínimo por hacer cumplir las leyes municipales. En
cierta ocasión en que se había producido un cierto caos circulatorio en un
cruce, debido a tres automóviles mal aparcados, una pareja de esos en teoría “servidores
del concejo” se acercaba al lugar un tanto despistados y unos cuantos metros de
distancia se pararon y fisgaron lo que acontecía; sin duda ninguno se percató
de mi presencia, dado que uno de ellos susurró a su compañero con total
imprudencia algo así como “vámonos de aquí, que hay mucho lío”; se dieron media
vuelta y se alejaron. Claro que visto así, parece que optaron por la decisión
más apropiada, porque conociendo su inutilidad tal vez hubieran alargado el
agobio y quizás provocado algún nefando accidente. Por todo ello, cabe
preguntarse: ¿para qué tenemos policía local?
En general, estas desobediencias al
buen convivir son perpetradas por sujetos que se autodenominan responsables,
maduros y modelos a imitar; o sea, adultos. Ésos mismos son los que arremeten
contra la juventud achacándole apelativos como “salvajes” o “maleducados” o “desvergonzados”
o adjetivos de este o peor estilo. Teniendo en cuenta que los tales sólo se
podrían aplicar a unos pocos, es usual que la juventud tenga unos valores
superiores a su generación anterior. Valga una simple muestra: en un cierto día,
años ha, viajaba el que subscribe en un autobús repleto de viajeros a tal punto,
que algunos estábamos en pie en el pasillo (ahora, por fortuna, ya no está
permitido); entró en aquel momento una señora mayor cargada con un par de
bolsas bien llenas y, según la impresión que daba, bastante pesadas; la señora
fue avanzando por el pasillo en busca de donde reposar al menos sus bolsas en
tanto los usuarios se acurrucaban en sus butacas, hasta que llegó a la altura
de un joven quien, apenas vio a la susodicha señora, se levantó para cederle su
asiento; el caso es que todos los que rodeaban a aquel joven eran “personas” adultas,
sanas y, a lo que parecía, con pleno uso de la razón. Lo malo es que a medida
que uno envejece, va adquiriendo los lamentables hábitos de quienes les
precedieron y, llegados los años maduros, critican sin ton ni son a los
adolescentes para que la rueda de un nueva vuelta. Si tan mala es la juventud,
me pregunto: ¿para qué tenemos hijos?
Aunque no todos, muchos de estos
inconvenientes podrían hallar solución desde el cabildo, si éste estuviera
compuesto por cabezas que en su interior albergaran algo más que el serrín empleado
para tapar los meados de los gatos. Todos somos conocedores de las majaderías y
sandeces con que nos llenan no sólo las calles de esta puebla y villa, sino
también los otros núcleos poblacionales del alfoz. A nadie se le escapa que
aprovechan su influencia para actuar en beneficio propio, aun a costa del bien
ajeno, sin importarles que tal o cual sufra las consecuencias. Teniendo en
cuenta estas y otras consideraciones no expuestas aquí, cualquier ser pensante
con un mínimo de neuronas saludables caería en la tentación de hacerse una
pregunta: ¿para qué mantenemos a la corporación local?