Ocurrió
en 1854. Se dice que no hubo supervivientes en el pueblo. Las autoridades
decidieron incendiar todas las viviendas para que no se volviera a repetir en
el futuro. El lugar: Mengoyo, en el municipio asturiano de Quirós.
Como
todos los inviernos de aquella época, la nieve cayó inmisericorde sobre el
pueblo y los alrededores, con tal cantidad que los pasos se hacían
intransitables. Los habitantes de Mengoyo ya estaban acostumbrados al
aislamiento que el invierno les enviaba todos los años, así que, como siempre,
se dispusieron a subsistir una vez más, como sus antepasados habían hecho desde
que tenían uso de razón. Uno de sus visitantes más asiduos, el párroco de
Casares, tampoco acudía a impartir la misa durante ese período, así que los
habitantes de Mengoyo estaban imposibilitados para pedir cualquier tipo de
ayuda, en caso de que se precisara. Por aquel entonces no existía en el pueblo
otro medio de comunicación que el boca a boca, pues ni siquiera la prensa
escrita llegaba hasta él.
A
mediados de abril de aquel año se celebraba la Semana Santa, cuando ya la mayor
parte de la nieve se había derretido y el deshielo había abierto los pasos de
entrada y salida del pueblo. Así pues, el sacerdote de Casares se encaminó
hacia Mengoyo para cumplir con el rito religioso correspondiente. Cuando divisó
el pueblo desde una loma ya próxima a él, nada le hizo extrañar su aspecto, ni
siquiera se había fijado en que las chimeneas no humeaban, aunque el frío era
intenso. Poco a poco fue bajando hacia las primeras casas y cuanto más se
aproximaba más incómodo se sentía, aun sin saber por qué, hasta que se dio
cuenta del silencio, un silencio chocante que reinaba sin aparente motivo. Al entrar
en el pueblo lo primero que vio fue un hombre caído en plena calle, inmóvil. Se
acercó a él, le zarandeó para despabilarlo y, apenas tocó su piel, notó la
frialdad de la muerte.
El cura
se encaminó a grandes pasos hasta la primera vivienda, que tenía la puerta
abierta, y llamó a quien le pudiera oír. Nadie respondió. Entonces se decidió a
entrar en la casa para descubrir que sus residentes también habían perdido la
vida. Salió de la casa y recorrió el pueblo, pero sólo encontró cadáveres
esparcidos por las calles. Entre la nieve acumulada en la orilla de una calle
yacía una mujer, abrazada a la cual estaba su hijo, un niño de pecho, muerto
también. Un poco más allá de la madre y el hijo, un cerdo se pudría en la
cochiquera con la boca abierta, como si hubiera intentado tomar una última
bocanada de aire antes de expirar. Divisó, luego, la iglesia, una pequeña
capilla que permanecía con la puerta abierta; se dirigió hacia ella y dentro se
topó con tres cadáveres putrefactos abrazados a los santos que el lugar sagrado
guardaba.
En
total fueron veintidós los vecinos muertos, toda la población de Mengoyo,
aunque hubo quien dijo que se había salvado un pastor que había pasado el
invierno fuera del pueblo. Las autoridades, tras la investigación pertinente,
culparon de la tragedia al pan de escanda, pues en el examen de los cadáveres
había aparecido un trozo de éste en el estómago del cerdo, así que hubo de ser
un envenenamiento general por algún contaminante en el pan. Según la costumbre,
un vecino solía elaborar un bollo de pan
dulce en época de Semana Santa, el cual repartía entre todo el pueblo; los
sesudos investigadores adujeron que tal vez la escanda estuviera mal cribada y
una planta venenosa, que suele crecer en las plantaciones de este cereal, haya
pasado a la masa. Sin embargo, la tradición prefiere pensar que fueron las
salamandras quienes contagiaron el agua con su piel ponzoñosa. Sea como fuere,
todo permanece entere la brumas de la suposición.
Por
temor a que, al fin y al cabo, se tratara más bien de una especie de enfermedad
contagiosa, peor que la peste, decidieron enterrar todos los cadáveres en una
fosa común y prender fuego a todo el pueblo, de modo que el lugar quedara
purificado. Antes de llevar a cabo tan drástica resolución, los habitantes del
vecino pueblo de Villagondu consideraron que no todo merecía un final tan
resoloutivo, así que desmontaron una hermosa panera que había en Mengoyo, se
llevaron las piezas a su pueblo y en él la volvieron a erigir. En vista de lo
sucedido, sea por obra de brujerías o de animales malignos o de plantas mefíticas,
los ganaderos rehusaron llevar el ganado por aquellos pastizales, por el cual
motivo la maleza fue adueñándose del terreno con el transcurso de los años. Ya
sólo quedan unas tristes ruinas de lo que antaño fue Mengoyo, aunque desde
aquel entonces nada anómalo volvió a suceder.
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