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domingo, 10 de abril de 2011

La amistad verdadera

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             Ubi amici, ibi opes, decía Quintiliano en uno de sus versos; esto es, “donde hay amigos, hay riquezas”. No confundamos la concepción de la amistad con el término: no todos los que se van de copas juntos, los que se ríen juntos o los que comparten sus cosas juntos, son amigos. La amistad se halla en un punto más profundo; Cicerón decía que “el amigo es aquel que es otro yo”. ¿Cómo se llega a saber cuál es esa amistad? Veámoslo en un ejemplo, si bien sea más leyenda que realidad, pues, como afirmaba Enio, “el verdadero amigo se conoce en las situaciones difíciles”.
                Hace ya un buen montón de siglos, existió un imperio en Asia Menor (lo que ahora viene a ser Iraq, Siria y alrededores), cuyo cabeza visible fue Ciro. A pesar de su gran poderío, el ejército de Ciro hubo de enfrentarse a algunas revueltas dentro y fuera de sus territorios, aunque por fortuna para el emperador siempre salía triunfante. En cierta ocasión Ciro tomó fuertes represalias contra un ejército derrotado y ordenó ajusticiar a la mitad de los rebeldes; entre éstos había dos amigos que habían crecido desde pequeños, profesándose una amistad que nunca había sido puesta a prueba, hasta este momento, pues que a uno de ellos le tocó formar parte de los ajusticiados, mientras al otro se le entregaba el don del perdón. Era el caso que el condenado tenía esposa e hijos, en tanto el afortunado estaba soltero y no tenía  responsabilidad alguna en cuanto a cargas familiares; así pues, éste pidió audiencia al propio Ciro y el emperador, en un gesto de benevolencia ante los súbditos, se la concedió. Expuso el soldado liberado la situación de su amigo y, para que aquél pudiera despedirse de la esposa y los hijos antes de ingresar en el otro mundo, le pidió al gran Ciro que le permitiera un par de días de delación para que acudiese a su hogar, bajo la promesa de volver para ser ejecutado. Desconfiado, Ciro no aceptó confiar en que el reo cumpliera su palabra, pero tampoco quería mostrarse inhumano, así que aceptaría conceder el permiso, si se le daba algún tipo de garantía. Entonces el peticionario se ofreció voluntariamente a ocupar el lugar de su amigo mientras iba, se despedía y regresaba. A Ciro le pareció bien, al fin y al cabo era una vida por otra y a él nada le importaba que fuera Mengano o Zutano; eso sí, le advirtió que al amanecer del segundo día, si el penado no regresaba, ejecutaría la sentencia en la persona que se ofrecía en su lugar.
                Así pues, tenemos al padre de familia yendo a despedirse de su familia con toda libertad, mientras que su amigo era encadenado a la espera del segundo día. El tiempo transcurrió sin tener noticias de aquel soldado padre de familia, a tal punto que llegó la última noche y el alba se hallaba próxima. Ciro en persona quiso asistir a la ejecución de aquel soldado, no sólo para confirmar que la amistad no llega a tales extremos, sino también para ver  cómo el condenado pedía clemencia sintiéndose engañado. Ya el sol estaba a punto de despuntar tras las lomas, cuando Ciro se dirigió al soldado, que ya estaba en el cadalso aguardando la muerte, y le preguntó qué le parecía que su amigo no hubiera regresado para salvarle; como respuesta, el soldado dijo estar contento de ocupar el puesto de su amigo, pues aquél debía cuidar de una familia y de él nadie dependía, por el cual motivo no sólo no le echaba en cara a su amigo que no acudiera, sino que incluso le agradecía que hubiera tomado aquella decisión. No obstante aquel discurso, Ciro ordenó que le decapitaran. Mas, cuando ya el hacha se elevaba en lo más alto, se escuchó una voz de entre los asistentes pidiendo que el verdugo se detuviera: era el padre de familia que regresaba según había prometido. Ciro detuvo la ejecución. El padre de familia pidió perdón a su amigo una y mil veces, confesándole que nunca dudó en volver, pero que en el trayecto de regreso hubo de hacer frente a unos bandidos. Admirado por aquel hecho de amistad, Ciro tuvo que reconocer que sí existía la amistad verdadera. Finalmente, el emperador perdonó la vida a los dos amigos.

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