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sábado, 16 de abril de 2011

LA CASADIELLA ASTURIANA

La "casadiella" es un postre títpico de Asturias. Hasta ahí todos estamos de acuerdo. Sin embargo, he leído muchas recetas y todas varían un tanto de la que yo conozco. Cuando era niño mi madre nos preparaba un buen montón de "casadielles" al llegar la Navidad, algo así como un complemento al turrón. Debo decir que, aparte de esta peculiaridad, también los "falluelos" (frisuelos) estaban reservados a un período concreto del año, el que va desde el Carnaval hasta la Semana Santa. Pero vayamos con "les casadielles". Casi todas, por no decir todas, las recetas que he leído contienen nueces; la que yo os propongo no. Todo comienza al llegar el otoño, más concretamente el mes de octubre; es entonces cuando se recogen "les ablanes" (las avellanas), se dejan varios días que se sequen al sol en un lugar seco y luego se almacenan. Una vez en vísperas de la Noche Buena, mi madre nos hacía a los pequeños "frañir les ablanes" (cascar las avellanas); luego ella las metía en el horno para "turrales" (tostarlas). Una vez en su punto, se muelen en un molinillo y se reservan.
Vamos ahora con la pasta. Se mezcla un kilo de harina con un poco de levadura, algo de azúcar y una pizca de sal, se le añade un poco de mantequilla y un par de huevos (a los que previamente habremos quitado la cáscara, obviamente). A continuación viene un vaso de agua tibia, otro tanto de aceite y un par de sorbos de vino blanco (no olvidemos que este postre lo comen niños de todas las edades). Como se puede apreciar, las cantidades no son exactas; así las preparaba mi madre, así las prepara mi hermana y así las preparo yo... y salen bien. Se amasa todo hasta que adquiera la consistencia necesaria, espolvoreando un poco más de harina o humedeciendo la mezcla con un poco más de agua, según sea necesario. Una vez terminado, se envuelve en un trapo y se deja apartado en un lugar templado durante una hora, aproximadamente.
Entre tanto, preparamos el engrudo o relleno. Para ello acudimos a las avellanas molidas, a lo cual echaremos un chorrito de anís (es aquí cuando mi madre comenzaba a ponerse más alegre y, pocos minutos después, a tararear e, incluso, a cantar; ahora me explico por qué).
Llegado el momento, acudimos a la pasta, extraemos un tanto de ella, la extendemos con el rodillo hasta obtener una fina capa, cortamos los laterales para obtener una especie de tablilla de unos diez o doce centímetros de ancho. Con una cucharadita (tal vez de café o de postre) ponemos un poco de engrudo en el extremo de la tablilla y enrollamos como un canuto, cortamos una vez enrollado el engrudo y con un tenedor aplastamos los laterales para cerrar bien el canutillo. Seguimos así hasta terminar con la pasta, con el engrudo o con todo ello.
Ya vamos llegando al final. Calentamos en una sartén suficiente aceite como para cubrir al menos la mitad del canutillo y, una vez hirviendo (o casi), vamos colocando en la sartén tantos canutillos como quepan (cuidándose no quemar, ¡ojo al parche!). Cuando estén dorados por abajo, se vuelcan los canutillos para dorarlos por arriba (no nos vayamos a pasar y vayamos a quemarlos, así que hay que estar pendientes). Se sacan a una fuente y a repetir la operación con los siguientes canutillos hasta completar la tarea. Cuando se hayan enfriado lo sufiente, se pueden comer con moderación.

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