Hace poco he
estado escuchando el discurso que Kathleen Blanco, gobernadora de Luisiana en
Estados Unidos, pronunció a raíz del desastre causado por el huracán Katerina.
En él exaltaba la ayuda desinteresada de policías, bomberos, militares,
ciudadanos... incluso políticos. Esto me recordó otra historia parecida en otro
lugar y en otro tiempo. Era una pequeña ciudad, cuyos habitantes estaban
pasando serios apuros económicos, la cual sufrió una terrible catástrofe que
dejó sin hogar a cientos de personas, destruyó muchos de los pocos medios de
vida que los habitantes poseían, además de quitar la vida a varias decenas. No
tardaron en llegar los primeros suministros de parte de otras ciudades más
pudientes, así como las condolencias de diversas autoridades. Días después,
también se escuchó un discurso conmovedor del político de turno. En dicho
discurso, el orador remarcaba la ayuda desinteresada de los ciudadanos,
agradeciendo los esfuerzos de todos, citando a ministros, empresarios,
oficiales militares, autoridades religiosas… En fin, todos a una y la humanidad
hermanada ante los desastres. Pero todo esto escondía la verdad, como supongo
la escondía en el caso de Luisiana. Veámosla.
El
desastre se originó por un incendio que se propagó a una velocidad inusitada.
¿Por qué? El incendio fue causado por una empresa que estaba quemando arbustos
y arboledas para realizar una carretera, que permitiese el acceso a una
importante yacimiento de minerales; las llamas no tuvieron oponente, pues la
ciudad no contaba con la más mínima red de protección, porque el dinero
destinado a ella se lo habían embolsado entre políticos, empresario y militares
(digamos que la ciudad no contaba con servicio de bomberos o similares, que las
casas estaban construidas con materiales defectuosos y, algunos, altamente
peligrosos y contaminantes…). La evacuación de la población civil no pudo
realizarse con celeridad debido a que la única carretera de salida se
encontraba en tan malas condiciones, que apenas un vehículo podía circular (los
habitantes habían reclamado repetidas veces el arreglo de dicha carretera, así
como la construcción de otras nuevas, a lo que el gobierno se negó por
considerar la zona como no próspera y adecuada para el progreso del país).
Después del desastre, las ayudas necesarias no llegaron a tiempo (todas fueron
retenidas, incluso las ayudas internacionales, para comprobar lo que había y,
así, poder repartirlas de un modo más equitativo [hay que decir que al final,
muy al final, sólo llegó una quinta parte de dichos recursos]). Lo que sí llegó
a la ciudad, apenas se extendió la noticia por todas partes, fueron las
promesas, las buenas palabras, los ofrecimientos, las congratulaciones, etc;
pero no llegaron las medicinas, los alimentos, el agua potable, las tiendas de
campaña… Eso sí, en el discurso arriba pronunciado se juraba rehabilitar las
casas, realojar a los habitantes, renovar la industria… Los ciudadanos
aportaron dinero, ropa, comida; los militares, disciplina; los políticos, nada;
y los empresarios… cobraron, en connivencia con el gobierno, altos precios y
elevadísimos préstamos por rehabilitar los edificios, construir una nueva
carretera… Por ejemplo, muchos ciudadanos damnificados fueron alojados
momentáneamente en algunos hoteles de ciudades próximas, lo que se agradeció profundamente
en el discurso; lo que no se dijo, fue que los hoteles cobraron las estancias a
los ciudadanos que podían pagar y, los menos pudientes, acudieron al gobierno,
que les prestó el dinero para pagar las habitaciones ( digo prestar y no
donar).
Todo
esto nos lleva a pensar la fuerza de las palabras, pues con unas palabras bien
escogidas y una buena oratoria, se puede engañar a toda una nación, cuando no a
todo un planeta. Algo parecido ocurrió hace más de dos mil años en Roma. Cuando
el famoso incendio en época de Nerón destruyó gran parte de la ciudad, no sólo
los historiadores de entonces, sino otros muchos hasta hoy en día, acusaron al
emperador de ello, como por ejemplo en las películas y series de televisión y
novelas. Sin embargo, Nerón ni siquiera estaba en la ciudad y, tan pronto como
se enteró, regresó a la ciudad e incluso abrió su palacio para atender a los damnificados.
Lo que ocurrió en realidad, es que un fuego fortuito (como era habitual) en una
vivienda, se extendió rápidamente y no se pudo sofocar a tiempo. Sólo eso, nada
más. Pero, claro, la persecución posterior a los cristianos (que en aquel
entonces eran más bien judíos) y los gobernadores siguientes cargaron a Nerón
con toda la culpa.
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