Por estas fechas ya es habitual
que en ciertas partes de España haya aparecido la nieve, sobre todo en las
altas cumbres. Sin embargo, durante los últimos años, salvo excepciones, este
elemento se deja de rogar más de lo que antaño era usual; esto es, que nieve
menos veces y en menor cantidad, según la región. Por ejemplo, en la norteña
Asturias los inviernos, ya de siempre suaves, se van tornando menos blancuzcos.
Hace tan sólo una cincuentena se venía cumpliendo aquello de que cada invierno
traía siete nevadas, de donde surgieron refranes tales como “por Todos los
Santos (1 de noviembre), nieve en los cantos” o “por San Andrés (30 de
noviembre), nieve en los pies”, lo cual viene a significar las dos primeras
nevadas. Pues bien, aunque hay zonas en la península que todavía siguen fieles
a dichos refranes, en la Asturias antes mencionada en vez de nieve lo que se
tiene es agua de lluvia y, normalmente, un pequeño rocío de nieve como residuo
de lo que fue otrora. Da la impresión de que los inviernos se invierten y
comienzan a asentarse en aquellos parajes, en los que la nieve se veía con
menos asiduidad que en el presente o, al menos, en mayor cantidad.
Ya sabemos que “Año de nieves,
año de bienes”. La nieve es, al fin y al cabo, agua helada; sin embargo, porta
menos cantidad que el agua líquida (aproximadamente setenta centímetros
cuadrados de nieve equivale a dos centímetros agua), lo que puede llevarnos a
pensar que para la tierra sería mejor la lluvia. Ésta, la lluvia, cae al suelo
y es absorbida por él en la cantidad que pueda absorber, impidiendo que el
resto penetre en él; así pues, al cabo de poco tiempo, si no llueve, la tierra
va consumiendo el agua acumulada en su interior hasta que la falta de lluvia va
resecando el terreno, lo cual conlleva falta de productividad (terrenos
baldíos, si no fuera por la mano del hombre). La nieve, en cambio, se acumulada
sobre la superficie durante largos períodos de tiempo, derritiéndose lentamente
hasta que llega el calor primaveral y, más tarde, la cercanía del verano, el
cual proceso sirve de abastecimiento a la tierra, proporcionando agua, humedad
y frescor, alimentando fuentes y manantiales que, a su vez, alimentan los
arroyos y torrentes que, por su parte, alimentan los ríos.
Tal vez lo más curioso de la
formación de los copos sea el motivo por el cual surgen. Normalmente sucede en
torno a partículas de polvo, alrededor de las cuales el agua se va congelando
hasta formar diminutos cristales que toman forma de diminutas estacas (si la
temperatura se sitúa alrededor de los cinco grados Celsius [o centígrados] bajo
cero) o de diminutos platitos (si la temperatura ronda los quince grados
Celsius [o centígrados] bajo cero). Al final, estos cristales se unen entre sí
para formar los copos. Es curioso el hecho de que a medida que los copos se van
acumulando sobre la superficie, las ondas sonoras que se reflejan en la nieve
caída, son absorbidas por la nieve, así que cuanta más nieve vaya cayendo,
menos ondas sonoras se escapan de ella; en cambio, en cuanto dicha nieve se compacta
con el tiempo, las ondas sonoras son reflejadas por ella y apenas las absorbe.
Para terminar, no se puede obviar los trastornos que provoca en todo ser viviente. Aunque es obvio el beneficio que acarrea al limpiar la atmósfera y al mantener a rayo a los parásitos que dañan las plantas y los animales, no es menos obvio que su aparición en exceso provoca incluso la muerte. Así, los animales ven mermada la fuente de su alimento (algunos aprovechan para hibernar y otros emigran momentáneamente a otros parajes). Al hombre le acarrea no menos problemas; a la nieve se deben muertes por congelación (sobre todo en los "sin techo") o por fallos cardíacos (debidos al esfuerzo de remover la nieve acumulada) o por accidentes (principalmente de tráfico); así mismo, las nevadas causan otros inconvenientes en la vida diaria (cancelaciones de vuelos, carreteras cortadas, riadas en el deshielo, cortes en el suministro de energía, etc). Claro está, a pesar de todo, bienvenida sea.
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